Caracé Olivera
La Clínica
era una típica casa reciclada del centro, con una claraboya corrediza encima de
un patio central alrededor del cual se acumulaban las piezas, los baños y una
cocina donde las chicas, entre el ruido de los cubiertos y una pintarrajeada
cháchara, sentadas a una mesa como la de cualquier buena familia, apenas
contenidas en mínimas tangas y tacones, comían pollo con arroz y acompañaban
sus ademanes de caricaturas de Daumier con sorbos largos de vino negro. Una vez
terminada la cena, formando una estudiada figura de básica coreografía, la
tropa de mujeres empezaba a desfilar por el patio exhibiendo desbordes de
brazos, viejas fortalezas enfatizadas que habían sido orgullo y vil metal
(absoluta publicidad), trastes, miradas, pechos eternos, a una tribuna muda de
imbéciles machos apilados en los sillones y sillas, las caras largas, los
hocicos clavados en el veneno de los vasos.