Veo
la tarde en que lloramos, mis hijos y yo, dos horas antes de que saliera el
avión que nos separaría por mucho tiempo. Algo se me quebró adentro: me di
cuenta de lo que pasaba, de lo que iba a pasar, del tamaño inconmensurable de
los tres mientras los abrazaba. Algo se vaciaba en esa misma plenitud, sin que
pudiera decirse nada. Y, al mismo tiempo, es preciso hablar para sacarle a las
cosas su condición de tema, para verlas directamente en ese carácter de
indefensas que tienen cuando no se insertan en ningún marco. Eran mis hijos,
mis tres hijos, adolescentes, que se iban del país y de mí cuando tenía tantas
cosas para decirles, para darles; cuando los necesitaba. No había nada que
decir, o no se podía decir nada, no se podía hacer nada salvo llorar, los
cuatro juntos, y esperar a ver qué pasaba. “No es para siempre”, dijo mi hija
mayor, y yo dije “No, claro que no”, sin creerlo del todo, más preocupados por
lo que estábamos sintiendo, que de repente estalló: los cuatro nos pusimos a
llorar, sin parar, sin poder comer las hamburguesas que había comprado, ni
decir ni una palabra más.
Un rato más tarde fui a tomar café con mi
amigo Julio. De repente pasó un avión y los dos dijimos: ahí van.