Dos cuadras sin aire

Cuentos dans l'autre monde
De Pedro Figari
Prólogo de Julio María Sanguinetti

Al preguntarle ansioso al prevenido la causa que lo traía, dijo con gran sencillez Inocente Galveira:
—Maté un turco.
Había tal sello de ingenuidad en su palabra y en su semblante, como si esperase que el defensor dijera:
—¡Bah, si no es más que eso, vaya la majadería de incomodar a este pobre hombre! —Pero no fue así.
—¿Y cómo fue? —preguntó el defensor esperando aclarar el caso de absolución.
Ahí se esmeró Galveira en hacer por décima vez su relato con todo lujo de detalles, mientras el defensor se iba apeando del asno.
No volvía el defensor de su sorpresa, la de haberse engañado, y agotados sus medios, preguntó:
—¿Había testigos?
—Sí señor; un perro —contestó Inocente Galveira, seguro de que esta nueva circunstancia había de serle aun más propicia.
—¡Habrá para rato! —dijo el defensor como si hablase consigo mismo, y no poco contrariado.

 


La reina de las nieves
De Elvio Gandolfo

Estaba por entrar al Palace a ver dos películas que me habían recomendado, cuando apareció un tipo gordo y blancuzco que no reconocí en un primer mo¬mento y que me dio la mano efusivamente. Resultó ser un compañero de la secundaria. Me preguntó cómo me iba con cierta satisfacción, porque rebosaba bienestar económico por todos los poros y en el leja¬no pasado yo acostumbraba considerarlo un imbécil, y él lo sabía. Me invitó a tomar un café pero le dije que no tenía tiempo, otro día. Me preguntó cómo estaba Lidia. La recordé en ese momento y tuve ganas de pegarle. Le aclaré, en cambio, que había muerto.
Compuso la cara más afligida que le fue posible y empezó con la letanía de lo siento mucho y cosas parecidas. Le pregunté si la conocía. Dijo que no, pero se había enterado de que andábamos juntos. Le dije que nos habíamos separado dos meses antes de su muerte. Luego dejé que siguiera él, sin agregar una palabra. Terminó con dos o tres balbuceos y se quedó inmóvil frente a mí, con el labio superior colgando. No sé qué pasa últimamente, pero o el tipo estuvo casi un minuto así, o empiezo a perder el sentido del tiempo real. Después de ese momento largo, intermi¬nable, me tendió la mano y me saludó.
—Tené cuidado —le dije—, mirá que las hormigas ya caminan en dos patas.



13 cuentos magistrales
De Horacio Quiroga
Selección y prólogo de Felipe Polleri

Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente, aquellos que a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó veinticinco años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto.
En los tiempos heroicos del obraje y la yerba mate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después.
Figura a la cabeza de aquellos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Llamábase Sidney FitzPatrick, y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford.
A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a este cacique de faz como india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:
—La Traviata… Yo asistí a su estreno en Montevideo, el ‘59…
Naturalmente, ni aún en las regiones del oro o el caucho abundan tipos de este romántico color
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El caudillaje criminal en Sudamérica
y otros textos
De Florencio Sánchez
Prólogo de Georgina Torello

Te declaro con toda franqueza que quisiera ser más optimista acerca de la suerte de ese país; pero no puedo, no puedo ver de color de rosa lo que se está poniendo de un gris muy oscuro. Creo que tengan ustedes las bellas condiciones de que me hablas, pero nada positivo espero de ellas, desde que veo a esa intelectualidad joven quemándose las cejas sobre amarillos mamotretos, empeñada en desentrañar enseñanzas de las epopeyas de nuestra raquítica existencia americana, en vez de ocuparse de los hermosos problemas científicos que agitan las mentalidades contemporáneas, agrupada en pos de las tibias resecas del primer gaucho clásico que se le ocurre héroe, enarbolado a guisa de ideal, o las piltrafas vivas de cualquier pseudocaudillo, tropero de pasiones, en lugar de estar con los que desde ahora trazan rumbos sobre el porvenir, desperdiciando en una subordinación lamentable de lo que vale a la insignificancia, toda su exuberante vitalidad.
No creo en ustedes, patriotas, guapos y politiqueros.
Tuyo,
                 Florencio Sánchez


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