Dos cuadras sin aire

Mario Arregui

 Líber Falco y otros ensayos

"Era el hombre más bueno que he conocido" —esta frase, así y con variantes, se oyó muchas veces durante el velorio de Líber Falco; la oí en voces amigas y en voces desconocidas, y recuerdo haberla pronunciado por lo menos una vez. Oí decir, por encima de su cajón: Conocerlo ha sido uno de los regalos más hermosos que nos ha hecho la vida. Oí también: Era increíblemente bueno; frente a él nunca pude evitar sentirme mezquino, impuro, dicho por un hombre ejemplar… Todo velorio participa de la pesadilla; el de Falco —del que sólo horas me separan, porque esta noche es todavía la noche del día del entierro— fue de a ratos una pesadilla de caras compañeras llenas de congoja y de a ratos una exaltación de la amistad y la fraternidad. Había muerto el más bueno, el más puro, el mejor de todos; y convocados por su muerte, ya sea rodeando el ataúd o reunidos en el café de la esquina, todos sentíamos —estoy seguro— un rejuvenecimiento de las viejas fraternidades. Sólo así se explica que en algunos momentos hayamos podido sonreír, y en instantes hasta bromear, como en las noches del tiempo ido. Una vez más y por última vez, por última vez sobre la tierra, el viejo Falco, el mejor de todos, entregaba su bondad infinita y contagiosa, para hacernos un poco más camaradas, para acercarnos en alguna medida a ese milagro que era él."


La escoba de la bruja
Ramos generales

"Mulata vieja viuda de varios maridos y madre de hijos pardos y bayos, violada apenas púber —en una tapera que olía a comadreja— por un comisario y siete milicos, sobreviviente de la viruela negra y reidora a veces con la risa relampagueante y corpórea de su abuela africana, garroteada una noche hasta el borde de la muerte por un mulato más oscuro que ella al que el vino carlón ponía en trance de furia homicida, presente una tarde en una yerra en que hombres borrachos castraron primero y marcaron luego con los hierros al rojo a un tapecito huérfano, presente otra tarde en un bullicioso velorio de angelito en que el padre de la niñita muerta castigó a rebencazos a la madre por el delito de llorar, odiadora instintiva de los uniformes policiales y siempre del lado de los matreros y los contrabandistas, amancebada una vez por pocos días con un irlandés huesudo cuya barba color fuego prácticamente la encandiló, maestra en alivianar el hojaldre de los pasteles y comadrona obligada en más de una ocasión, testigo de mil atropellos y ladronerías de los estancieros y de mil rapacerías de los pulperos, testigo y con frecuencia también víctima de ese satanismo al menudeo de los viejos, esas crueldades y avaricias chiquitas que tal vez sean como virutas del miedo a la muerte con fecha próxima... mulata vieja que había visto hombres partidos como astillas de leña por los rayos, y hombres ahogados que los amigos rastreaban y sacaban del agua con horquillas de bañar ovejas, que había visto niños acogotados por la difteria y mujeres muriendo con el hijo muerto atracado en los ilíacos, y gurises que estrenaban y ejercitaban el sadismo pinchando con leznas los ojos de lagartos y gatos molidos a palos pero todavía vivos, y antiguos troperos de hacienda chúcara y domadores de caballos durando a mate y galleta en los ranchos más miserables de los rancheríos, y parturientas que se desangraban hasta el final mientras el recién nacido lloraba de hambre, y a Demetrio Alfaro —bueno entre los buenos, el pobre— con el espinazo quebrado por la boleada de un bagual que parecía mansejón... criolla veterana de madrugadas donde hombres con sueño y que no se atrevían a matar de noche esperaban las primeras luces para degollar o fusilar prisioneros…"




Tres libros de cuentos
De Mario Arregui
Prólogo de Elvio Gandolfo

Fragmento del cuento "Diego Alonso"

El paisano se miró en el espejo y tendió un billete al peluquero.
—Pa mañana estoy barbudo —murmuró sin dirigirse a nadie—. Son apuradoras pa la barba las noches 'e velorio… Ninguno de los otros tres hombres demostró haber oído. —Sírvase —dijo el peluquero.  
El paisano recibió el vuelto, saludó con timidez, salió. El desconocido pasó a ocupar el sillón.  
—Afeitar —dijo—. Una sola pasada.
—Bien—dijo el peluquero, y comenzó a enjabonarlo.  
El reloj avanzaba sobre el tiempo; su tic-tac encarnizado aniquilaba los segundos, demolía y con¬sumía los minutos; era la pequeña máquina un pequeño, insaciable monstruo comiendo el tiempo, tragándolo haciéndolo pasar por dentro de él, lo mismo que esas lombrices que avanzan devorando su camino en la tierra. Alonso miraba el suelo, las alpargatas blancas, la colilla humeante que había dejado caer el hombre de negro; veía moverse y trabajar al peluquero; sentía en las sienes y en las muñecas la pulsación de su sangre. La navaja no producía ruido alguno al segar la barba —sin duda flaca y escasa— del enfermizo forastero. La colilla dejó de humear. Poco a poco aumentaba el número de mariposas nocturnas que golpeaban el tubo de la lámpara. El incesante tic-tac trabajaba hábilmente la superficie lisa del silencio. Alonso sentía ganas de fumar pero no lo hacía.  
—Bueno —dijo el peluquero.
El desconocido pagó y se fue.
Solos, Alonso y el peluquero quedaron frente a frente. El peluquero, junto al sillón, atareaba las manos en doblar una toalla, y ponía en ello un cuidado desmedido. Sus ojos de vidrio negro —demasiado cercanos entre sí— miraban no a la cara de Alonso sino más bien al aire donde se inscribía la cabeza inmóvil del hombre sentado. Éste, en cambio, sostenía rectamente sus ojos en la cara, en los ojos del otro. Quizá medio minuto pasó así sobre ambos… Al fin, el peluquero depositó en la mesa la toalla, que tal vez fue la que con más esmero dobló en su vida. Alonso se puso de pie y —muy pálido, el rostro como nublado y endurecido en el acatamiento a la voluntad de guapear— avanzó y ocupó el sillón.
—Afeitame —pronunció con voz clara y fría. Y cerró los ojos y apoyó la nuca en el soporte del sillón.