De Eladio Dieste
Recuerdo haber
asistido con gente del campo, muy humilde, al momento en que se liberó de
andamios una estructura muy compleja y audaz; audaz pero serena.
No era
importante por el tamaño o por el costo, pero se sentía la tensión del esfuerzo
que la hizo posible. Y es esto justamente lo que dijo un paisano, que no era
fácil hacer aquello. La audacia le producía no desconfianza ni sólo sorpresa,
sino felicidad; distinguía muy bien la diferencia entre lo que es importante
por el tamaño y por el costo de aquello que nos toca en lo más hondo porque nos
expresa sin que se sienta el esfuerzo que lo produjo.
Vi entonces
claramente, una vez más, que para que algo llegue de veras a la gente sencilla
debe tener una levedad, una facilidad misteriosa, una simplicidad suma, algo de
danza sin esfuerzo y sin cansancio. No les satisface, y tienen razón, que una
dificultad se resuelva a base de fuerza ciega o de dinero; quieren más bien que
se salve con la misma facilidad con que se sostienen los gavilanes en el aire,
o con la que cada flor del campo es, cuando de veras la vemos, el centro
misterioso del paisaje "y ni aun el mismo Salomón, con toda su gloria, fue
vestido así como una de ellas". Percibir algo así muestra una penetración
tan fina como la dulzura que adquieren las manos más rudas cuando acarician la
cabeza de un niño.