De Jules Suprevielle
Ella recobró por completo el
conocimiento. Pero de pronto volvió a sentir mucho miedo. ¿Cómo podía ser que
comprendiera a ese marino de los abismos sin que él hubiera pronunciado una
sola palabra, en toda esa agua? Pero el espanto no le duró: se dio cuenta de
que el hombre se expresaba solamente a través de las fosforescencias de su
cuerpo. También los brazos de ella, desnudos y ligeros, desprendían, a modo de
respuesta, pequeñas luces como luciérnagas. Y los Chorreantes, en torno a
ellos, no se hacían comprender de otro modo.
—Y ahora, ¿se puede
saber de dónde viene usted?— preguntó el Gran Mojado, que se mantenía de perfil
a ella, según exigían las costumbres de los Chorreantes cuando un hombre se
dirigía a una jovencita.
—Ya no sé nada de mí,
ni siquiera mi nombre.
—Pues bien, será la Desconocida del Sena,
eso es todo. Créame que nosotros tampoco sabemos mucho más sobre nosotros
mismos. Sepa solamente que aquí hay una gran colonia de Chorreantes donde no será
infeliz.