“Si a ciencia cierta supiera de que mi alma pudiese
valer al menos dos o tres centavos de un dólar, no dudaría en ofrecerla al
primer postor que corriese el riesgo de pagar esa miseria por ella. Pero el
dilema venía siendo desde hacía tiempo el mismo: no encontrar siquiera el más
zopenco y carcamán interesado en adquirir tamaño esperpento. Estaba claro que
comenzaba a padecer las previsibles secuelas de haber hecho oído sordo a todo
aquello que no tuviera alguna relación con lo que creía ciegamente podría
trazar la accidentada línea de mi destino de escritor. En mi mundo no parecía
existir con claridad un divorcio entre el escritor que pretendía llegar a ser y
el hombre que en verdad me estaba convirtiendo; fracasar como escritor
significaba para mí fracasar también como hombre.”