Dos cuadras sin aire

La ilusión de lo perfecto
De Katia Engler

El soldado recibe las órdenes. Me toma por el brazo, me saca de la habitación y me enfrenta a los típicos pasillos del cuartel. Avanza conmigo, me conduce casi con delicadeza y se detiene al llegar a una puerta destartalada. Me dice que es el baño, que entre y que, cuando termine, salga que él me estará esperando.
Voy a entrar, cuando él me pide que le devuelva la capucha, que aún sigue prendida de mi mano. No entiendo al principio, pero, al darme cuenta, la levanto hasta mis ojos y la miro con el asombro de estar haciéndolo desde afuera.
Pienso que la conozco tanto desde el adentro de su podrida tela y ahora puedo verla desde el afuera, mugrosa capucha, de boca abierta, que espera atenazar la próxima garganta que traerán para esconder dentro de ella.
Se la doy y entro al baño.




Cuadros criollos y Escenas de la dictadura Latorre
De Domingo Arena

Queirós quedó sin sentido, arrojando sangre por la honda herida. Se le comunicó el hecho al dictador, y el dictador se presentó enseguida en el taller. Latorre no desperdiciaba ninguna escena de sangre: esos cuadros le alegraban la vista y el corazón.
Aquel día el dictador no iba solo; lo acompañaba un médico, un médico muy conocido entonces, no tanto por su ciencia sino por los buenos servicios que prestaba a la dictadura.
Se podrían citar de él, muchas intervenciones eficaces. Cuando el médico y el dictador estuvieron ante Queirós, mientras el dictador contemplaba al herido con natural satisfacción, el médico examinaba atentamente la herida.
Se trataba de un caso grave, sin duda alguna, pero perfectamente curable. Ya Queirós había recobrado en parte los sentidos y estaba sentado mirando con ojos aturdidos a los que lo miraban.
De repente el médico se irguió, contento, como si se le hubiese ocurrido una idea salvadora; se dirigió al dictador, y con la vivacidad del que hace una cosa complaciente, le dijo:
—¿Quiere ver cómo muere un hombre?
El dictador no contestó: siguió mirando con interés la cabeza partida de la víctima. Luego dejó entrever una sonrisa de hombre que está tentado.




Bicicletas negras
De Carlos María Domínguez

Le faltaba una cuadra para llegar cuando bajo el farol de la esquina aparecieron cuatro bicicletas negras. Los tipos dieron unas vueltas en círculo alrededor del aro de luz y Tomás pudo distinguir las mangueras de goma que colgaban de los asientos, la oscilación de las metralletas bajo los sobacos, el sonido acerado de sus movimientos. Pensó que debía seguir, pero, indeciso, se ocultó en las sombras.

Los vio girar penetrando la niebla con sus ojos audaces, envueltos en sus camperas de cuero. Llevaban las cabezas erguidas y alargaban los cuellos hacia la noche con tristeza. De pronto, uno de ellos rompió la ronda y se encaminó hacia Tomás. Los otros, como los anillos de una serpiente, lo siguieron en fila. Cuando estuvieron cerca se arrojaron de sus bicicletas y lo arrinconaron contra la pared. Le pidieron documentos y lo registraron. Tomás se inventó un trabajo de asalariado y contestó las preguntas que le hacía un hombre robusto, de nariz aplastada. Les explicó varias veces pero no le creyeron. El que dirigía el grupo hizo una seña y los demás dieron vuelta una bicicleta. Apoyaron el asiento y el manubrio sobre la vereda, y uno de ellos hizo girar el pedal.
La rueda trasera echó a andar, loca, cortando el silencio igual que una sierra. Tenían olor, tufo a mierda de establo. Se movían de un lado a otro, excitados, y sus manos cargaban anillos, pulseras, cadenitas. Sonreían o parecían hacerlo. Cuando la rueda se detuvo, alguien prendió un fósforo y se fijó en los rayos.
—Es impar —dijo y echó el fósforo a la calle.


.