Dos cuadras sin aire

Obras completas de Anderssen Banchero


A través de las arcadas del corredor veían el campo donde estaban posados media docena de aviones pequeños como juguetes y grupos de soldados ociosos que caminaban semialetargados al sol. Una fila de palmeras quietas bajo el pálido cielo matinal, el blanco de las paredes y las tejas rojas del edificio estilo colonial o californiano infundían al paisaje una irrealidad de tarjeta postal, de afiche de compañía de turismo, de un lugar de esos que pese a todas las evidencias uno juraría que no existen.
Era una veintena de hombres de todas las edades entre los veinte y los sesenta años, huelguistas de los bancos y las usinas eléctricas, Juan Pedro se lo oyó decir a los soldados de guardia.
—¿Estos son los tupamaros? —preguntó uno de los más torpes.
—¿Estos? —dijo despectivamente otro—. Estos son huelguistas, no quieren trabajar; así va el país—. Bostezó ruidosamente, sin taparse la boca, porque tenía las dos manos sosteniendo el fusil; debía ser el intelectual del grupo.








La mujercita no era casi nada, debajo de unos mechones de pelo desteñido, que no se decidía a ser rubio, su cuerpito no abultaba nada dentro de las ropas pobretonas. El viejo casi ni la miró, le puso la cara adelante, sin mover ni un pelo, y se fue, o se quedó donde estaba. Dijo que estaba bien y la mujer no dijo nada y Cocoliche tampoco. No se fue, se quedó allí, mirando el callejón, pero parecía que no estaba.
Frente a la casa, la carrindanga que usaban para el reparto de verdura apoyaba sus varas en el suelo, parecía que no bien la movieran iba a desarmarse toda. El Golondrina, el mancarrón viejo y huesudo, pastaba allá, en la orilla del arroyo entre los yuyos y las latas podridas. El viejo parecía una cosa más entre aquellas que ya no eran ni cosas.
Antes de amanecer brillaba la luz madrugadora de los Payró al fondo del callejón, una bombita eléctrica en la pared rosada, cuyo reflejo se expandía blandamente en la cerrazón que flotaba sobre el arroyo. Rebullían en silencio las sombras del caballo, el carro y el hombre, irreales en la niebla, espectrales casi, como conjurados junto a la luz solitaria en la hora que precede al alba.
Las estrellas frías, altas en el cielo desteñido, pálido. Ni un gallo aún entre las sombras recogidas de la tierra, sólo susurraba el arroyo de lento barro, allá abajo.
Se iban, después, formando una sola sombra carro, hombre y caballo, hacia el día.


Imaginó que la historia de la muerte del rengo estaba llenando la ciudad como la lluvia. La gente había empezado a ralear en la calle. Ante los vidrios pasaron dos policías y el corazón volvió a darle un vuelco.
Bebió el resto de la cerveza y llamó al mozo para pagar. Pensó que debía tener alguna marca, algún estigma, que señalaban su culpabilidad. Cuando recogió las pocas monedas del vuelto pensó con indignación que la noche anterior lo habían robado. Miró a través de las innumerables gotas de lluvia cuajadas en la ventana el latir de los letreros luminosos y apenas pisó la vereda, inundó sus pulmones con el olor polvoriento de la ciudad mojada; la pasión de su libertad amenazada lo sacudió hasta las lágrimas.
Subió al primer ómnibus que pasó.
Había vagado por toda la ciudad, se había encontrado torpemente confundido entre mujeres que se amontonaban ante vidrieras donde maniquíes de cera sostenían telas de colores entre sus brazos muertos, en calles que eran desfiladeros entre edificios de frentes casi vertiginosos, acribillados de ventanas unánimes.
Supo, por un mero instinto de animal acorralado, que no había esperanzas, que lo único posible era caminar, andar mientras durasen la noche y la lluvia.
Agotado, se durmió en el asiento. Cuando despertó, el ómnibus rodaba por calles suburbanas, entre casitas bajas y desoladas esquinas con veredas de barro pacientes bajo la lluvia que seguía llenando la noche.
El grito del guarda lo estremeció como una premonición:
—¡DESTINO!