A través de las
arcadas del corredor veían el campo donde estaban posados media docena de
aviones pequeños como juguetes y grupos de soldados ociosos que caminaban
semialetargados al sol. Una fila de palmeras quietas bajo el pálido cielo
matinal, el blanco de las paredes y las tejas rojas del edificio estilo
colonial o californiano infundían al paisaje una irrealidad de tarjeta postal,
de afiche de compañía de turismo, de un lugar de esos que pese a todas las
evidencias uno juraría que no existen.
Era una
veintena de hombres de todas las edades entre los veinte y los sesenta años,
huelguistas de los bancos y las usinas eléctricas, Juan Pedro se lo oyó decir a
los soldados de guardia.
—¿Estos son los
tupamaros? —preguntó uno de los más torpes.
—¿Estos? —dijo
despectivamente otro—. Estos son huelguistas, no quieren trabajar; así va el
país—. Bostezó ruidosamente, sin taparse la boca, porque tenía las dos manos
sosteniendo el fusil; debía ser el intelectual del grupo.
La mujercita no
era casi nada, debajo de unos mechones de pelo desteñido, que no se decidía a
ser rubio, su cuerpito no abultaba nada dentro de las ropas pobretonas. El
viejo casi ni la miró, le puso la cara adelante, sin mover ni un pelo, y se
fue, o se quedó donde estaba. Dijo que estaba bien y la mujer no dijo nada y
Cocoliche tampoco. No se fue, se quedó allí, mirando el callejón, pero parecía
que no estaba.
Frente a la
casa, la carrindanga que usaban para el reparto de verdura apoyaba sus varas en
el suelo, parecía que no bien la movieran iba a desarmarse toda. El Golondrina,
el mancarrón viejo y huesudo, pastaba allá, en la orilla del arroyo entre los
yuyos y las latas podridas. El viejo parecía una cosa más entre aquellas que ya
no eran ni cosas.
Antes de
amanecer brillaba la luz madrugadora de los Payró al fondo del callejón, una
bombita eléctrica en la pared rosada, cuyo reflejo se expandía blandamente en
la cerrazón que flotaba sobre el arroyo. Rebullían en silencio las sombras del
caballo, el carro y el hombre, irreales en la niebla, espectrales casi, como
conjurados junto a la luz solitaria en la hora que precede al alba.
Las estrellas
frías, altas en el cielo desteñido, pálido. Ni un gallo aún entre las sombras
recogidas de la tierra, sólo susurraba el arroyo de lento barro, allá abajo.
Se iban,
después, formando una sola sombra carro, hombre y caballo, hacia el día.
Imaginó que la
historia de la muerte del rengo estaba llenando la ciudad como la lluvia. La
gente había empezado a ralear en la calle. Ante los vidrios pasaron dos
policías y el corazón volvió a darle un vuelco.
Bebió el resto
de la cerveza y llamó al mozo para pagar. Pensó que debía tener alguna marca,
algún estigma, que señalaban su culpabilidad. Cuando recogió las pocas monedas
del vuelto pensó con indignación que la noche anterior lo habían robado. Miró a
través de las innumerables gotas de lluvia cuajadas en la ventana el latir de
los letreros luminosos y apenas pisó la vereda, inundó sus pulmones con el olor
polvoriento de la ciudad mojada; la pasión de su libertad amenazada lo sacudió
hasta las lágrimas.
Subió al primer
ómnibus que pasó.
Había vagado
por toda la ciudad, se había encontrado torpemente confundido entre mujeres que
se amontonaban ante vidrieras donde maniquíes de cera sostenían telas de
colores entre sus brazos muertos, en calles que eran desfiladeros entre
edificios de frentes casi vertiginosos, acribillados de ventanas unánimes.
Supo, por un
mero instinto de animal acorralado, que no había esperanzas, que lo único posible
era caminar, andar mientras durasen la noche y la lluvia.
Agotado, se
durmió en el asiento. Cuando despertó, el ómnibus rodaba por calles suburbanas,
entre casitas bajas y desoladas esquinas con veredas de barro pacientes bajo la
lluvia que seguía llenando la noche.
El grito del
guarda lo estremeció como una premonición:
—¡DESTINO!